martes, 28 de octubre de 2008

Esperando…

A veces estar lleno de esperanza duele
Porque es esa extraña sensación la que te hace pensar,
Cada día, que lo que no ha llegado llegará
Que lo que no salió bien mejorará
Y que esa herida que está sangrando, lentamente,
Algún día dejará de doler.

A veces estar lleno de esperanza no es gran problema,

Porque no nos damos cuenta
De esa droga impalpable
Que nos metemos, no en el cuerpo, sino en el alma.
Pero a veces damos vuelta la mirada,
Nos salimos de nosotros mismos,
Y todo cambia
Porque es en ese condenado instante,
En que todo se detiene,
En que le ponemos off a esa máquina del tiempo que no para,
Cuando nos vemos desde afuera
Y comprobamos que aunque somos felices día a día,
Seguimos esperando…

Y eso, en ocasiones, duele
Porque a veces uno simplemente quiere
Que las cosas lleguen,
Que las personas te encuentren
Y, a la vez, hallarlas tú también
Que de una vez por todas, la herida no sangre silenciosamente,
Sino que deje de hacerlo para siempre

Y es en ese jodido momento,
Cuando nos vemos desde lejos,
Que el pecho se te encarruja,
Igual como cuando se arruga una hoja de papel,
Porque se hace latente y presente
Que aquí, donde siempre
Espero…
Y no de forma conformista
Sino porque todo se trata de esperar
Cuando te busco es porque espero encontrarte
Cuando hago todo por ser feliz es porque espero conseguirlo
Y esto no significa que vivamos de la espera o del futuro
Sino que, justamente, la vida se trata de eso…

Todo es espera
La gracia es que el tiempo no se nos vaya en eso,
No hacerla consciente,
Que la espera no sepa que la espero.
Por eso,
Tomo aire y renuevo las esperanzas,
La que, de cierta forma, es un sinónimo de espera,
Recolecto mi mejor ración
Y entonces
Espero…



(Hace unas cuantas noches desperté con el pecho apretado, con un dejo de angustia, y mientras mi ojos se acostumbraban a la oscuridad, fue en ese momento, durante un jodido segundo, que me di cuenta que aquí, sin más ni menos, espero...)

jueves, 24 de julio de 2008

Receta para el amor

(Para 2 personas)

Ingredientes:

¾ de corazón
¼ de sesos
1 taza de cebolla picada fina (para el llanto)
1 diente de ajo (para el erotismo)
½ pimentón verde y rojo partido en tiras largas (para el color)
1 cda de limón
Perejil (para decorar)
Sal (para el sabor, cicatrizar y sellar) y pimienta a gusto

Para la salsa agridulce
2 medias naranjas
½ taro de crema (para la imaginación)
1 chorrito de vino (para pasar los malos ratos)
1 cdita de azúcar (aporte de dulzura)

Preparación:

Sofreír la cebolla, el ajo y los pimentones con el jugo de limón, luego de unos minutos agregar los ¾ de corazón con el ¼ de sesos. Añadir sal y pimienta. Pacientemente, dejar reposar el tiempo que sea necesario. Al momento de servir, ocupar el perejil para decorar.

Para la salsa: cuando la sartén esté caliente, juntar la crema con el vino, mezclar hasta que tome color, hasta homogeneizar. Luego se debe incorporar, junto al jugo de las dos mitades de naranja, la cdita de azúcar para suavizar. Calentar y servir de inmediato. Bon appétit!


(Puede parecer sencillo, pero no lo es tanto, la gracia está en el equilibrio, en descubrir cómo combinar y saber cuándo se deben mezclar los elementos, o bien, retirarlos del fuego. Pero como todo, es cosa de esfuerzo y dedicación, además de encontrar la compañía ideal con quien compartir este delicioso plato. Todo es disposición, amor, pasión y esfuerzo, nada que un chef abnegado y un buen comensal no puedan conseguir.)

jueves, 17 de julio de 2008

Paso a paso en un suave andar

Miro atrás y sonrió
sin sarcasmo, ni obligación o disimulo
simplemente sonrió
por darme cuenta que el pasado es pasado
con todas las connotaciones que aquello implica.
Miro atrás y veo imágenes difusas
rescatadas de alguna parte de mi memoria
y vuelvo a sonreír,
porque todo aquello ha modelado lo que soy.
Sin embargo, nada de eso asegura el mañana ni el hoy.
Es por eso, que cuando volteo y miro hacia delante
no sonrío, ni lloro, ni grito
sino que me estremezco y río,
río con ganas,
a carcajadas,
porque por muy importante que el pasado sea
es al final del horizonte,
donde la vista no roza ni toca,
donde se encuentra lo que nos motiva,
la incertidumbre: el gran regalo de la vida.


(Escrito hace muchos años, ni siquiera recuerdo cuándo, pero seguirá vigente ayer, hoy, mañana y siempre.)

domingo, 13 de julio de 2008

...

............................................................................................................................................................................................................................................ ok!

Además,..................................................................................................................................................................................................................................................

Y por si esto no fuera poco,........................................................................................................ .......................................................................................................................................................................................

Adiós!

domingo, 29 de junio de 2008

¿Quién dijo que somos iguales?

Claramente los hombres y las mujeres no somos iguales, no sé a quién se le habrá ocurrido tamaña idea, es cosa de mirarnos y analizarnos, tanto física como psicológicamente. No somos iguales, pero sí debemos ser mirados como iguales, como personas que a pesar de sus diferencias –propias de cada género- tienen idénticos derechos y deberes, y por consiguiente, las mismas oportunidades.

A veces se olvida que aunque somos diferentes anatómicamente, que diferimos en la forma de mirar ciertos aspectos de la vida y en cómo manejamos algunos sentimientos, estamos en el mismo rango, la misma “condición”: la del ser humano. Parece casi inconcebible que por el sólo hecho de poseer un par de pelotas se pueda optar a mejores sueldos, y que el sexo sea, finalmente, un factor determinante a la hora de quedar en un trabajo o gozar de otro tipos de beneficios.

Cada día la sociedad está más abierta a un cambio, pero como todo proceso suele ser lento y difícil, a punta de esfuerzo se pueden conseguir pequeños logros que con el correr del tiempo constituyen grandes pasos. Es complicado echar abajo años y siglos de un pensamiento bastante arraigado–que, obviamente, no sólo se reduce al ámbito laboral- , en que instituciones tan importantes dentro de la sociedad, como la Iglesia, han ayudado a instaurar mediante la culpabilidad.

Gracias al régimen del remordimiento, es que por años las mujeres hemos tenido que vivir mintiéndonos a nosotras mismas, reprimiéndonos, conteniéndonos todo el tiempo, con tal de mantener, asegurar y demostrar nuestra condición de “señoritas”. Ni un trago de más ni una palabra indebida ni un affair, caben dentro de este sagrado y siempre bien ponderado calificativo.

Puede que avancemos en leyes laborales, en el tratar de equipararnos en lo político, deportivo, entre otros aspectos. Quizás hoy no se tenga que lucir como Margaret Thatcher para poder conducir un país, ni menos resguardarse en características que están estrictamente ligada al sexo masculino, pero esto no servirá de mucho si no logramos cambiar la mirada, el cómo los hombres - e incluso de algunas mujeres, hay que decirlo- ven a su sexo opuesto en la cotidianeidad.

Debo reconocer que más de alguna vez he quedado ebria, y eso no me hace menos “señorita”, en varias ocasiones tomo a la par con mis amigos y eso no me convierte en menos “señorita”, si es por contar romances quizás le gane a muchos, y eso no me transforma en menos “señorita” y mucho menos en una puta, y si así quieren verme, que así sea, sólo puedo decir a mi favor que todo esto lo llevo a mucha honra. Quizás si fuese hombre podría ser la envidia del grupo, recibiría más de un palmotazo en la espalda a modo de aprobación y/o admiración, pero por el hecho de no tener las bolas “necesarias” los calificativos son distintos.

Invito a quitarnos la culpa, la vergüenza y mucho más. No hay nada como un garabato bien dicho en la circunstancia oportuna, y si no también, pero ojo, que hay que tener cuidado con la vulgaridad, que siempre resulta ser de pésimo gusto independientemente de dónde venga.

Ninguna de las actitudes anteriormente mencionadas me hace ser más ni menos “señorita”, ni con menos valores, ya que lo único que me hace ser suficientemente mujer es no traicionarme a mí misma ni a mi gente, es también el diario esfuerzo de ir siempre con la verdad como bandera de lucha por la vida, el enfrentar la adversidad con la frente en alto, el que no me tiemble la voz al momento de reconocer mis errores y el decir te quiero sin necesariamente tener la certeza de si seré correspondida. Esto, es para mí, lo que define y califica a una “señorita”, y para cumplir con lo anterior los huevos son un ingrediente dispensables en esta receta.

jueves, 26 de junio de 2008

Mi primera vez...

Con apenas 6 años de experiencia a cuestas, podía intuir que ese día sería importante, que ocurriría algo especial, y no me equivoqué, porque a pesar que han pasado varios años aún recuerdo el primer día que mi papá me llevo al Centenario. No sé si era otoño o primavera, pero el sol brillaba en su máximo esplendor, con aquel calorcillo incipiente de las estaciones intermedias, que le da a La Serena esa aura mágica y pura que hasta el día de hoy siento, cuando todo los colores son más nítidos y el aire más limpio gracias a que las nubes brillan por su ausencia.

Eran como las 11 de la mañana y estábamos en la boletería. Claramente, yo a duras penas alcanzaba la ventanilla donde una señora de avanzada edad cortaba unos papeles de roneo que le pasaba a mi viejo en calidad de entrada.

Yo estaba extasiada, y mi expectación era mayor cuando crucé la puerta y su respectivo telón rojo de algo parecido al terciopelo, el que ya le daban a la circunstancia un aspecto más solemne. Mis grandes ojos pardos parecían no dar abastos con el lugar. Quería absorberlo todo. Recuerdo que cuando vi al fondo de la sala aquel telón de terciopelo color vino, similar al de la entrada, me sentí inconfundiblemente dentro de un cuento y fue entonces cuando supe que estaba viviendo un momento inolvidable, en el que en cierta manera yo era la protagonista. Si cierro los ojos puedo teletransportarme a través del tiempo, puedo sentir el olor de la madera encerada, oír el crujir del suelo y ver mis zapatos negros de charol andar –casi flotar- sobre la alfombra roja.

Rememoro que mi padre, sugirió sentarnos en los primeros asientos, mientras que yo soñaba con algún día poder estar en aquel palco, que resultaría más propicio para mi sensación de ensueño. Pero la experiencia ya era tan excitante a esas alturas, que esa nimiedad podría esperar. Mis pies, obviamente, no tocaban el suelo y mis manos se resbalan por el cuero café de la butaca. No sé si ya había escuchado, aunque lo dudo por mi corta edad, que aquel cine era el criadero de pulgas de la ciudad. Si ese comentario hubiese llegado a mis oídos, en ese minuto, no lo hubiese creído.

Cuando las luces se apagaron sentí el corazón en la garganta, en la sien, como si quisiese salirse por el primer lugar que pudiese. Estaba ensimismada. Notaba que mi papá me miraba de reojo, con esa mirada de devoción que puedo encontrar hasta el día de hoy, pero que por ese entonces aún no podía etiquetar y por eso mismo era un tanto más grandiosa, porque a final de cuentas era puro sentimiento. Quizás al verme, mi padre también rememoraba la primera vez que había estado frente a la pantalla grande, aunque lo más probable que no en ese mismo cine, si no que en El Nacional.

Los parlantes me perturbaron por unos segundos, pronto la película La Sirenita se apoderaría de la pantalla. Siempre había sentido una extraña devoción por esos seres mitad pez y mitad seres humanos, y aunque no entendía cómo podían sobrevivir sin aire, hacía caso omiso a mis dudas con tal de no derrumbar mi fantasía.

De pronto el romance se desató, mientras yo a mi corta edad ansiaba un príncipe azul inexistente y envidiaba la cabellera roja de la protagonista. La Sirenita había conocido a Eric. ¡Chan! Yo aún más tímida y pudorosa por aquel entonces, sentía vergüenza que mi padre presenciara esas imágenes junto a mí, obvio que en mi mente infantil ignoraba que mi progenitor había sido autor de cosas más osadas que un intercambio cómplices de miradas, más bien, que gracias a acciones más subidas de tono yo podía ver hoy semejante historia de amor.

Fue en medio del culebrón, en el clímax de la película, cuando las luces se prendieron y yo atónita miré inmediatamente a mi padre, sin entender nada, a lo que mi viejo se limito a decir algo así como: “ahora viene el receso”, apresuradamente pregunte cuánto duraría. No recuerdo si me respondió 15 o 30 minutos, que para mí fueron una eternidad. Pasaron vendiendo dulces, mi papi me debe haber comprado algo haciéndome prometer que no le contaría a mi mamá y que después me comería todo el almuerzo. Asentí.

Cuando La Sirenita se apoderó nuevamente de la pantalla y Ariel comenzó a cantar, don que debería sacrificar con tal de conseguir el amor de su amado, yo soñaba con explotar tan bello talento, quizás el pertenecer al coro del colegio era un primer paso. ¡Qué ilusa! porque hasta ese momento la realidad no me había demostrado que aquel anhelo – que duerme dentro de mí hasta el día de hoy- se haría añicos con el correr del tiempo.

De repente las luces se prendieron, la película había terminado, era hora de volver a casa a almorzar, quizás el pescado con papas fritas y tomate clásico de los días domingos por ese entonces. Cuando salí del cine de la mano de mi padre, el sol seguía brillando, pero ahora con un destello distinto, porque había conocido algo parecido a la televisión, y a pesar que la diferencia más sustancial radicaba en el porte, esta pantalla gigante destellaba magia, embrujo al que estoy sometida hasta el día de hoy.

lunes, 23 de junio de 2008

¡Salud por eso!

Miro el vaso y tomo. Miro a mí alrededor y nadie me ve, cada uno está inmerso en su mundo, salvo por aquella señora sentada al fondo de la sala. Su cara de reproche me perturba, trato de mantener la compostura, pero su ceño sigue fruncido, opto por quitarle la vista de encima. La ignoro.

La chica que está a mi lado no para de hablarme, la escucho atentamente, de vez en cuando asiento, pero a veces pierdo el hilo de la conversación… y no se calla. Trato de buscar su mirada en medio de la nube de humo, pero no la encuentro. Ahora la chica conversa con un tipo que está en la mesa del lado. Respiro.

Cierro los ojos, me mareo, entonces opto por beber. Aún no veo el final del vaso, y no me importa. A estas alturas no sé cuántos vasos han pasado y cuántos vendrán. Perdí la cuenta.

Divago.

Tomo mi celular decidida a llamar, pero de pronto me contengo, lo guardo. ¿Será éste un signo de que aún queda algo de conciencia y pudor en mí? Quizás.

La chica de al lado quedó sola, seguimos hablando, cada vez más fuerte, cada vez las dos más reiterativas con las ideas y los comentarios. Por más que trate de disimular, de guardar la compostura, son estos actos los que delatan mi estado etílico. De pronto, entre risas y confesiones con la chica de al lado nos quebramos, nos abrazamos. Ojos vidriosos.

Ya había visto el fondo del vaso y ahora voy por otro. La señora de al fondo a ratos me mira. Me persigue y yo soy la única que lo nota. Pero esos no son los únicos ojos que tengo encima. Un tipo en la barra no me deja de mirar. Me gusta, es atractivo, así es que le sigo el juego. Sin darme cuenta, llega una chica que se le cuelga del cuello y le planta un beso. ¡Next! Me mareo.

La nube de humo me envuelve y mi mirada se nubla y se distorsiona como todo lo del lugar. Nuevamente tomo.

De pronto me canso del cinismo, tuyo, mío, nuestro… de todos. Diariamente lucho con la mentira y todos aquellos sentimientos que sólo nos hacen ser peores personas, en una sociedad a ratos bastante sucia, por eso no entendía por qué esa noche mi tarea debía tener una especie de recreo. Me asqueé de mi burdo actuar. No quería fingir, ni ahora ni ayer ni mañana. Tomé un gran sorbo y prendí un cigarro. Ahora fui yo quien buscó la mirada de la señora de al fondo y cuando la encontré, igual de severa que antes, a la distancia le dediqué un salud, el que ella me respondió con un desprecio.

Ahora era yo quien incentivaba a la chica de al lado a conversar de cualquier cosa, sin importar si hablábamos muy fuerte o si por décima vez le decía la misma frase que le venía repitiendo hace 5 minutos. Sin resquemor, prendí otro cigarro con la colilla del anterior. Tomé.

Me saqué de encima el estereotipo de mi misma y descansé. Eché a fuera todo lo que era necesario, no tenía nada que ocultar, no tenía palabras pendientes ni actitudes sacadas de un manual. ¡Salud por eso! Fue entonces, cuando, con ganas reales y furiosas, comencé a reír.